Desde Canarias.
Héctor Armas.-
‘Contra la estupidez, hasta los dioses luchan en vano’.
Johann Wolfgang Goethe
No dejo de someterme, cada cierto tiempo, a reflexiones sobre el teatro, aunque entiendo que podría pensar en otra cosa o simplemente pasar un kilo del tema como dicen por acá los chavales adolescentes. Pero no, cada cierto tiempo, como lo dije antes, me someto a la terrible tortura de preguntarme el por qué fue el teatro lo que elegí y no otra cosa: los negocios, la política o el uso de la burrundanga, económicamente más rentable, menos penosa, según el relato de algunos millonarios y menos miserable dada la calidad del púbico e impúdico público nuestro.
No pretendo hablar del espectador en realidad, sino de la idiotez o para ser exactos sobre mí estupidez, pero deseo dejar claro que es la mirada del que está en el patio de butacas, o en la platea y sus posteriores comentarios lo que eleva hasta el olimpo la calidad de los actores y actrices, el recuerdo permanente de la dirección, el engorde de la taquilla, y el éxito en fin de los espectáculos mostrados en nuestras ciudades, las de aquí, llámense europeas, y las de allá, las del tercer mundo como se nos conoce por estos patios.
Así que seamos francos, no hacemos teatro para el público. Muchas veces dirigimos para nosotros, para el espejo que somos y no para el público que espera impaciente, algunas veces, tras la puerta improvisada de los roñosos ‘teatros’ y recintos incapacitados para la digna ejecución de las voces y los textos, aunque hay quien sigue hablando de rictus, rito y refritos experimentales a partir de la gotera del techo y de la línea de mierda que baja por la pared enmohecida, muchas veces remaquillada por mil brochazos de pintura negra.
Siempre tomo como ejemplo, la experiencia de mis compatriotas ( algunos más compas que patriotas), a fin de darles a entender mis jeroglíficos y testarudeces sobre el insoportables esperpento teatral que semos y hacemos en esta era, que aun pintamos de platino para hacerla parecer galáctica y más inmisericordemente futurista. Así que me voy a la página en la que mi gran amiga Yetzania Briceño me contaba el como ella, junto a otro grupo de castigados, intentaban ver culminar una representación de no sé ya que insoportable grupo de los nuestros, de esos que se cuentan a miles para cobrar la mesada maniobrada del estado aunque no todos lleguen a disfrutarla, en fin, que amparados en un tema, nefasto si mal no recuerdo, intentaban cumplir con los tres cuartos de hora en la más que desértica playa teatral boconesa.
Pues bien, Yetza, que es como llamo a mi amiga en la intimidad, sostenía aun, días después, una depresión feroz dado el tiempo que tenía sin ir al teatro, y resumía la falta de creatividad para engañar que tenían los diletantes.
Y es que es eso y no otra cosa lo que hacen los verdaderos magos de la escena: mentir. Los que llenan desde tiempo inmemorial los grandes recintos teatrales, cubiertos de dorados querubines que mean insaciablemente sobre nuestras calvas, aunque el teatro Juares, añejo teatro de mi Barquisimeto, de manera paradójica sea meado por faunos insoportables amantes de potajes y potingues.
Es decir precisamente que actuamos como idiotas, estúpidos, gilipollas y mentecatos al querer prescindir de los elementos que ilusionan, y encantan al espectador, en un alarde de investigadores profusos o chamanes desvalidos, sin pensar que el espectador acude en busca de la maravillosa impresión de la escena : una buena puesta, sostenida por puntos rítmicos concretos, un vestuario adecuado, unos elementos perfectamente seleccionados bien iluminados, al mejor estilo Kantor, por supuesto unas adecuadas, naturales y bien acopladas actuaciones.
El público paga bien lo que bien se promocione, asiste, cansado de las horteradas pseudo intelectuales, a los trabajos garantizados, respaldados por una buena sala de butacas aunque no siempre por excelentes actores. Paga una genial producción, y una bien urdida promoción, sin pensar, en muchos casos, el precio de la entrada. Vale más, en ocasiones, el precio de la salida.
Sin embargo, mis amigos, que de seguro negarán estas letras, han mantenido sus trabajos siempre en el terreno de lo artesanal. Para ser exactos, unos pocos han disfrutado del teatro como profesión. Pocas veces han pagado a sus actores ó casi nunca han trabajado para una producción decente. No porque no lo hayan querido, ni porque no se hayan planteado proyectos creativos ansiosos de una economía digna, sino porque esta sociedad rancia y pacata, entre la que nos contamos y se cuenta la gran cantidad de responsables culturosos, se rinde a los pies del buen vestir.
Sin ir más lejos, cuantas personas conocen o recuerdan a Yosmar Yánez, maravillosa actriz larense que huyó en búsqueda de otro horizonte, ó a Franco Olivari, actor, bailarín, médico, fotógrafo y cantante fenomenal a quien, aun hoy, no se le ha dedicado ni medio festival. Nadie les recuerda ya, muy pocos, no tuvieron la suerte como Aquiles, el tenor, de alguien que les apadrinara. Pero quizás cualquiera pueda cuantificar la cantidad de público que llenó las salas con Mimí Lazo y su Aplauso ó la versión curtida y demodé de Tú país está feliz por la Fundación Rajatabla.
Siendo que Yosmar ni Franco poseían menos talento que la reconocida actriz, cómo es que no tuvieron la misma suerte. Nada, ellos estaban destinados como muchos otros grandes talentos de nuestra provincia a ser los idiotas funambulitas de las temporadas torturales. A ser, como yo y muchos, los lameculos a las puertas del teatro Juáres durante aquellas jornadas festivaleras. Siempre formaron parte de los asistentes a la procesión de pasillos intentando asirse a los calzones del doctor ó la doctora, administradores estos de las partidas presupuestarias culturales.
Un día de junio Roberto Valecillos en un batir de capa zahorí me dijo, leyéndome la mano, que perdería el pelo, algunos dientes, aquella novia bonita pero que seguiría haciendo teatro, y, añadió eso sí, que no sería famoso pero que viviría cómodamente, yo no le creí como era de esperar. Años después debo confesar que efectivamente las predicciones se han cumplido: tengo mucho menos pelo, algún diente de falso marfil, hago teatro para una minoría pueblerina sin dejar de ser simpática y vivo cómodamente, pero, era esto lo que buscaba, NO, sin duda alguna.
Asumo que soy un gilipollas un tontonelo del teatro actual, un sin suerte en la escena, uno que se ha mirado poco en los escenarios y ha vivido de fatuas glorias. Lo digo sin tapujos, la pantalla es diestra y el talento brilla por su ausencia con lo cual mi realidad es un calco de la tes del país en materia artística. De las peores chisteras salta una estrella, y los aturdidos por lo reflectante de las pantallas de la tele se rinden como cochinos al barro por decir algo poco escatológico, eso habla mucho del esfuerzo que hemos hecho todos estos años de supuesta labor cultural.
Reivindico en este escrito un espacio para que podamos crear algunos idiotas, un espacio para que puedan hacer realidad los sueños estos gilipollas de la cultura teatral larense, siempre en pie a pesar del puntapié de las administraciones, siempre limpios de vestido y calzado muy a pesar de las puertas cerradas de los recintos. Porque harto ya de actuar en el patio del desagüe y hastiado de la pobre producción se hace menester una seria confección de lo que ha de ser esta profesión en el futuro, una noble y seria distribución de los dineros y un respeto por el trabajo creativo de los artistas de provincia. Hay una lista de talentosos idiotas que esperan su turno en la cola para el beneficio cultural venezolano, yo… sólo deseo saber cual es mi número.
Publicado 9th September 2007 por Héctor Armas